
Cantando, y riendo sus padres la observaban.
Poco a poco crecía. Y ya no era una niña.
Era una mujer. Una mujer, que adoraba el placer.
Adoraba el sexo. Adoraba que se le erizara la piel.
Las duchas frías. El café. La música.
Adoraba el Ballantines y adoraba por encima de todo a McFerringal.
Su compañero de orgasmos interminables en una cama, el baño de un bar, el cine, el suelo, el coche, el parque.
Dónde fuese que se vieran.
Así era su vida.
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